viernes, 26 de abril de 2019

miércoles, 24 de abril de 2019

martes, 23 de abril de 2019

martes, 4 de diciembre de 2012

La mejor ciudad del mundo


Me preguntaba el otro día cuál sería la mejor ciudad del mundo. Caminada por Spiegelgracht, cruzaba el puente en de su unión con Prinsengracht junto al café Heuvel. Las luces de navidad parecían un manto de ganchillo luminoso posado sobre los árboles casi pelados de hojas por el invierno. Con el viento las bombillas que los decoraban se movían, y con su tintineo característico de luces y sombras iluminaban las fachadas pintorestas al borde del agua.

¿Podría ser ese lugar uno de los más bonitos que jamás hubiera visto? Podría, ser. Para gustos colores, pero a mi me parecía que era tan mágico que sentí la necesidad de compartirlo con alguien. Compartirlo con el mundo. Pensé en hacer una foto. En enseñarla. En que todo el mundo lo viera. Pero de qué me sirve que todo el mundo lo vea si no pueden decírmelo en ese momento, o sazonar el instante con unas palabras, un chiste o un silencio.

Etonces volví a darme cuenta de algo que suelo olvidar: que la mejor ciudad no es la más bonita, ni la más grandiosa, no es la más rica ni la más conocida. La mejor ciudad es aquella en la que están tus amigos, tus vivencias Aquella que te ha hecho llorar con sus historias y las tuyas, en la que has conocido gente en bares, que te ha emocionado, en la que te ha llovido sin paraguas cuando volvías a casa caminando un martes a las seis de la mañana. Mis mejores ciudades son tres, y me pregunto si pronto serán cuatro.



¿Cuál es la vuestra?

miércoles, 7 de marzo de 2012

El último día en Granada,
adios sol,
adios las risas.
Hola prisas,
ladrillo abandonado,
franceses amargados,
tornillos oxidados,
lluvia y tempestad,
lágrimas de bruma en la ventana,
precipitan en un cristal
empañado de niebla.
Adios alegre guitarra del albaicín,
voz de tus palmas quebradas.
Hola al triste acordeón,
a partir de hoy serás mi canción.

jueves, 8 de diciembre de 2011

Si fuera agua


Reposaba sobre la colina, casi adormecida, blanquecina de cal y de arena, las calles descendían precipitadas, y en las pétreas cuestas adoquinadas, hasta el riachuelo que tus entrañas recorría, Darro de tus amores, de la tristeza que en tus calles alguna vez lloré, de la alegría que en tus cármenes una vez bailé. Entre el enjambre de casas, arremolinados los cipreses recortaban el cielo, oscurecidos de verde luto, blanquecinos en los pies que tocaban tus paredes, mis gotas encantadas en las palmas de tu taconeo incansable, recorría las curvas pétreas de tu cuerpo y llegué hasta tu interior, hasta el lugar deseado en el que me sentí al fin humana, en el que sentí que no todo estaba perdido, que el pasado y el presente se juntaban en la grandeza de tu vista y de tu mirada, fogosa y gélida, me mirabas desde el horizonte, y tras el sol unas nubes precipitadas atenuaron tu mirada, en la oscuridad desapareciste bajo la madre Sierra Nevada, tras el frío sol de invierno que te había cubierto de nieve, en la noche que te había apagado de nuevo, y que había despertado la sed de mis ríos y de mi alma.

Cuando desperté amanecía como una gota en el bosque de la Alhambra, y entre las ramas descubrí el cielo de un día soleado como muchos otros sentí evaporarme en una bruma misteriosa, y me arrastré hasta adentrarme en tus patios, me precipité entre los muros de la fortaleza. A lo lejos los chorros de agua bailaban tranquilos con las golondrinas, y entre la fina joyería de tu yeso vi poesía antigua que de tu belleza hablaba. Añoré días antiguos de calma y de reposo, y me filtré en los mármoles de tu solería y en un chorro salté de la boca de un león, para convertirme en historia, me transformé por un momento en la belleza última y sublime del agua en fuente del misterio, en manantial de la inspiración y de la sabiduría, y conocí en aquel instante el vértigo de la materia y del misterio. Y me sentí de nuevo arrastrada al triste Darro que volvería a alejarme del brillo místico que me alumbraba, que me volvía un ser mágico aunque sólo fuera agua.

jueves, 17 de noviembre de 2011

Posada en un monte


Entre escarpadas montañas yace un valle húmedo donde la hierba ya no muere, y brota entre colinas la ciudad perdida, la bella fortaleza del misterio y del eterno amor, de la guerra entre lo bello y lo inmortal. La fortaleza posada en la montaña delicada y frágil como una hoja en otoño, como una perla color granate que los siglos han transportado envuelta en la magia del olor a azahar, y que ni en las guerras la pólvora osaron destruir. 
Enamorados de lo oculto los viajeros quedaron cautivos de su belleza, y en sus patios pudieron saciar su deseo y su pasión, encandilados pudieron observar la belleza máxima y sintieron el aroma supremo. Cuentan que algunos se sumergieron en las aguas de sus fuentes, y en la alberca de la inspiración brotaron de sus ideas cuentos mágicos y pinturas de seda y luz.
Escondida en un bosque, la ciudad intentó encontrarla, y la descubrió sobre la colina mientras yacía dormida, y sus ojos que son ventanas brillaban cual estrellas cuando caía la noche. Iluminada la ciudad el resplandor ascendía al cielo y la oscuridad desaparecía para que la Alhambra no volviera a apagarse nunca. Desde el mirador de San Nicolás los enamorados podrían volver a encontrarla, y prisioneros de ese amor podrían sentir el vértigo de los elementos, desde allí comprobar que ni la altura de las montañas glaciares, ni el calor estival sofocante, ni la ciudad que durante milenios se había lanzado sobre ella para conquistarla, ya ni el horizonte finito eran rival, y que su belleza siempre sería la misma y en su frágil sueño dormiría eterna esperando a los viajeros perdidos que toparan con ella.


miércoles, 28 de septiembre de 2011

Flandes


En la Gran Plaza hay mucha gente, demasiada, hay torres, hay campanarios, hay edificios altos, tiendas, hay ajetreo. Cada día diría que bajo de mi refugio en mi colina cerca de la Madeleine y es lo primero que encuentro, una avenida atascada de autos que me lleva a esa plaza rectangular. Volver a casa son diecinueve minutos en los que camino por un puente en el que se cruzan vías de tren, de metro y de tranvía. Cuando dejo todo eso atrás cruzo la autovía por un puente. Me paro, miro los coches, sigo, vuelvo a mirar detrás, y desde aquel lugar se ven campanarios altos como el cielo, se ve humo de chimeneas cuando se hace tarde, y a veces de la niebla no se ve nada, por eso Lille parece estar en el cielo. La calle parece serpentear y subir como una culebra la colina del cementerio, las casas se alternan, alternan madera y ladrillo gastado que parece desmoronarse en barro si lo tocas. Pero luego lo tocas y es sólido como la piedra, y tiene moho, y a veces la humedad se mete en los huesos y sientes que te estas bañando en lago de agua fría. Pero subir esa cuesta ayuda, el frío ya no es tan frío, y al final, cuando llegas al café de la esquina ves una iglesia, giras a la izquierda y ves una calle roja y negra. Rojas las paredes, y negro el ladrillo oscurecido, aunque cuando hay sol el verde resalta y parece que todo se llena de hiedras que trepan por todas partes, y no hay cortinas, no hay persianas, por la noche ves la gente sentada, de pie, ves luces en cada ventana. Ves torres y campanarios a lo lejos, pero a veces la niebla no te deja ver nada.

viernes, 20 de mayo de 2011

luciérnaga

Hubo un país muy lejano en el que para encontrar el amor una princesa se encadenó en una torre, y juró que hasta que el amor no se la llevara no bajaría de su alcázar, no bebería más agua que la que la lluvia el aportara y no comería otra cosa que no fuera la hierba y los frutos que brotaran a la sombra en la verdina de las rocas de la torre.

Pasó el tiempo y la princesa, que nunca había pisado el mundo real, comenzó a leer historias de caballeros y creyéndoselas esperó impaciente a que alguien acudiera pronto a rescatarla.

Le habían contado que el amor vendría solo, poco a poco, que no lo amaría la primera vez, sino con el paso lento del tiempo, y que cuando necesitara volver a verlo cada día estaría enamorada. Le habían contado que su amor tendría los cabellos dorados como el sol, los ojos brillantes como la luna, y que en la noche la alumbraría con la llama de su fuego, así que apresurada por encontrarlo la princesa pasó noches esperando en la ventana, apoyada en la piedra, observando las estrellas, contándolas, y en su inocencia creyó empezar a enamorarse de una de ellas.

Era la que más brillaba, la que siempre la iluminaba en las noches oscuras sin luna, la que cuando tenía miedo parpadeaba para que no se sintiera sola, y cada noche se quedaba contemplando su amada estrella un poco más, y tal fue su amor que el ocaso se le juntaba con el alba, y ya ni comía ni bebía, su rostro cansado de espera y de angustia se consumió, sus brazos ya no eran brazos, sino esbozos de ramas retorcidas y su boca se convirtió en un fruto paso por el tiempo. Sus ojos eran ahora el triste reflejo de su lisiada alma, perlas de ámbar pálidas, y su cuerpo un tronco arrugado.

Una noche una luciérnaga se posó en su ventana, jubilosa y delgada de no comer, la princesa logró desatarse de las cadenas, y cuando la luciérnaga emprendió vuelo se internó en las malezas del bosque. Entusiasmada la princesa se precipitó al vacío y se sumergió tras ella, guiada por el tenue punto flotante de luz se hundió en la oscuridad, y atrapó la luciérnaga. Para que no volviera a escaparse le cortó las alas, y de dolor la luciérnaga murió. La princesa supo entonces que su amor no era ese, que su estrella no era aquel bicho apagado y débil, intento encontrar un claro desde el que observar el cielo estrellado, pero las ramas formaban un tapiz de hojas opacas.

Loca por no encontrarla, inmersa en la humedad de la noche, anidó sus raíces en el suelo y en hiedra se enroscó en sí misma, como el olmo y el fresno, esperando poder ver de nuevo las estrellas.


lunes, 28 de marzo de 2011

En la tormenta de la tierra mojada

Como gotas resbalaban en mi tímpano

las notas del eco acústico de las cuerdas frías,

de tambores de instrumentos

que resuenan en la lejanía,

en el yunque un martillazo,

un estribo de algo que diluía

mi conciencia en un éxtasis de placer,

que en liquido sonido parecía

llevarme al infinito,

y en la ceruminosa oscuridad de la habitación

la voz se arrastraba por los agudos vértices del utrículo

que en el vestíbulo de mi conciencia

aguardaba un sentimiento

que afloraba.

Una lengua de órgano desconocidos,

palabras que escapan a mi entendimiento,

que son simple música,

que repiten un mensaje

que inconsciente crepito

en el pabellón de la memoria

que aguarda el silencio de una lluvia

torrencial,

de un cristal fino,

de un verde intenso,

de un olor a ozono humedecido

despierta en la tormenta de la tierra mojada,

se ralentiza,

parece un aullido de tristeza

de su voz resuena hasta el horizonte de estrellas,

de negros cielos de agujeros

donde espera el vacío

la eternidad del sonido

en todas sus formas,

sin partituras ni notas graves,

sólo agudos



silencio, un crujido, aturdido

Un sonido en la mañana que despierta en ecos de silencio, un crujido, aturdido a trompicones se deja caer en el vacío del tiempo, inaudito placer que denota la presencia de algo vivo, que fluye en el espacio, dimensiones imperceptibles que se escapan al sonido y al tacto parecen gotas de agua frías como cristales, que en hidrófilos vértices cortan la piel y rasgan los sueños de un día, ventisca la mañana y tormenta la noche, deja de clavarme estacas en el corazón, vuelve al agujero del negro olvido, esconderé tus fotos en el horrible armario que todo ignora, y guardare tus besos bajo llave en sobre cerrado, arrancaré tus cartas de mi pecho, de mis oídos tus palabras, de mi vista tus ojos que me miran, los arrancaré, y de mi memoria el sonido de tu respiración, y en medio de la oscura noche aún siento palpitar mi corazón, al mismo ritmo, inspiro igual que siempre, el silencio es el mismo, no ha cambiado, el color negro de la luz apagada exacto, el olor de mi cuarto es parecido.

lunes, 14 de marzo de 2011

Leviatán

En la humedad y el olor a sal, las nubes parecían juntarse con el mar que, tranquilo, parecía esperar. Los pies del monte empapados por el fuerte oleaje en precipicios escarpados de roca oscura, casi negra, que las gaviotas descendían hasta la superficie espumosa del agua removida, para volver a emprender el vuelo cargadas de espinas. En la playa me tumbé sobre la grava, que estaba húmeda, fría, salada y suave. Cerré los ojos y soñé que se removían las entrañas de la tierra y que en su interior algún demonio rugía en un grito, hasta que el suelo del miedo que tenía tembló, parecía un llanto de rabia, un pataleo,una rabieta, y todo ese odio en una fuerza sobrenatural pareció desatarse. De la temible batalla librada en el infierno conseguí escuchar los ecos de su fragor, la energía ascendía desde las piedras hasta la palma abierta de mis manos, la grava bailaba en un tintineo que parecía crepitar bajo las yemas de mis dedos, y en mitad del sueño desperté. El mar parecía haber desaparecido, sólo había grava y el agua que se alejaba a borbotones, como una goma que se estiraba sin fin, como cuando en la orilla miras la espuma de la marea en tus pies y sientes un vértigo que te remueve las entrañas, y crees que vas a caer. Y caí, como la premonición de algo que no quería ver, tan sólo quise dormir de nuevo y despertar cuando el Leviatán desatado se hubiera marchado. Y adormecido en la arena, en mi sueño, lo escuché aproximarse como un bramido silbante hacia la playa, y en un estruendo sentí su líquido abrazo, que me atrapó y me zarandeó como una hoja en el ojo de un huracán, para luego escupirme. Sentí el fango en mis pulmones, escuché gritos, vi la luz del fuego y el sueño se apoderó de mí de nuevo, y me dejé guiar por el rumor de la nada, por el blanco de la luz, y por el sonido del silencio.

domingo, 6 de febrero de 2011

Título sin decidir


Melisa despertó en su cama cuando la luz, que trepaba lentamente por las sábanas, alcanzó su mejilla, y el suave calor de la primavera la hizo bostezar, y poco a poco sus ojos se abrieron, dulcemente. Desde la ventana de su cuarto las vistas eran preciosas, los tejados del centro viejo de la ciudad escalaban la colina en remolinos blancos de tejas rojas. Los días eran simplemente un regalo del cielo, había terminado los exámenes, esperaba hacer una entrevista en una semana para un posible nuevo trabajo. Ahora tan solo quería disfrutar esos días, leer, escuchar música, comer bien, salir por las tardes a contemplar el atardecer desde el mirador de San Nicolás. Anoche se había acostado pronto, no había escuchado la lluvia, pero debía de haber llovido mucho, pues los rayos del sol se reflejaban en los charcos de la calle. El verde era intenso, y el azul, manchado de nubes blancas. Preparó un café y se sentó a leer el correo. Nada interesante, cartas del banco, recibos, publicidad. El teléfono sonó.

_Ya voy, ¡un momento! Gritó mientras se apresuraba a descolgarlo.

El montón de cartas cayó al suelo cuando lo rozó con su camisón, y algunas debajo del sofá. Cuando acercó el teléfono a su cabeza, su rostro parecía aun relajado, pero su ceño fue frunciéndose de incomprensión al principio, luego posó mal la taza en la mesita de noche y esta cayó en una mancha marrón sobre la alfombra. Se llevó la misma mano que sostenía el café a su boca, ahora abierta en una mueca de dolor que se ahogaba, y los ojos se le fueron empañando hasta que en su lagrimal se precipitó el llanto.

_Melisa, lo siento mucho, lo encontraron por la mañana. No han podido hacer nada. Necesitamos que reconozcas el cadáver.

lunes, 31 de enero de 2011

por si acaso


Silenciosas, en el suelo, las baldosas se alternaban en un sencillo juego cromático de verde y blanco. Siempre habían estado ahí, inmutables habían perdurado durante años de tristeza y alegrías, como yo. La cocina había sido el escenario de mil batallas de mañanas de prisas, todos gritaban sentados a la mesa, y de tardes sin ruido, tranquilas, de días de lluvia y de noches de desvelo en las que os sentía en mis pies, descalza, mientras me hacía una tila. Siempre me había fijado. Vuestros ángulos rectos me fascinaban, y los vértices en los que el verde y el blanco parecían fundirse, me acompañasteis cada día, inertes, parecíais decorar lo gregario. Y cuando tropezaba siempre estabais ahí para parar mi caída. ¿y en quién me apoyaba para levantarme? en vosotras, y cuando tenía que dormir siempre os contaba hasta que caía sobre la mesa de madera, exhausta.

El agua silbó en la tetera y en burbujas de vapor salió a borbotones mojando la encimera. La aparté y llené la taza de agua, pero no quedaba té. Ni café. No había nada. En un crujido abrí el armario, que vacío, lleno de humedad y de botes sin nada, me devolvió la mirada.
Ya no recordaba el día en el que había decidido abandonarme a mi suerte, en que los días ya no tenían sentido. Ni si siquiera recordaba si lo había decidido, ni si estaba sola o me esperaba alguien. Me senté a la mesa con esfuerzo por no caerme, sus vetas de madera comenzaban a estar ya tan hundidas, que me clavaba las astillas en la mano…me fijé en ellas. Me fijé en mis manos arrugadas que temblaban, y pensé que tendrían miedo, sueño, o quizás frío. O dolor. Recordé que cuando tenía frío solía encendía la estufa, pero ya no sabía donde estaba. Porque estaba perdiendo la cabeza, me decían. Las manos …pobres manos mías. Y así me quedé durante horas con la mirada perdida contando las baldosas verdes, luego las blancas. Y volvía a empezar cuando perdía la cuenta. A veces me sucedía, y yo lo llamaba achaques de la edad, momentos en los que olvidaba cosillas... a veces duraban minutos, horas o a veces, días, y despertaba de un sueño sin haber dormido. Siempre igual, hasta que esa música saltaba de improvisto y me devolvía como un soplo la cordura, como un lapsus invertido que encendía algo en mi mente y mis recuerdos. Esa canción me hacía recordar.
Y entonces, poco a poco, empecé a ser consciente de que era domingo, de que ayer había llovido toda la noche y que me quedé hasta tarde fregando la cocina, que el agua se había colado por el pasillo. Que todos se habían ido, que de nuevo me habían dejado sola, a mi suerte, en esta casa que era un sinfín de recuerdos. Que mi memoria fallaba rodeada de tantos de ellos.
Durante muchos días, quizás meses, esa canción había sido lo único capaz de sacarme de esta locura mía y de devolverme la poca cordura que en esta mente quedaba. Por eso solía dejar enchufado ese viejo radiocasete que de vez en cuando se encendía solo. Para que si alguna la luz se apagaba, la música pudiera mostrarme el camino.

lunes, 9 de agosto de 2010

nubes de humo

Desperté empapado en sudor, y aún dormido corrí las cortinas a un lado. La calle parecía estar cubierta de un vaho y ni el sol se veía, no había nubes solo una neblina mágica que lo cubría todo. Pensé que del calor los cristales se habían empañado por fuera, y cuando abrí la contraventana dejé de oler el ambientador de lavanda, el humo penetró en mis pulmones, y las cenizas comenzaron a depositarse en mi mesita de noche, parecía nieve sucia, pero no estaba fría, y olía a papel quemado.
Las torres y cúpulas estaban rodeadas de un aura mágica que envolvía el aire asfixiante, la calle vacía salpicada de gente que corría con mascarillas y coches que pasaban son las ventanillas subidas. Apenas distinguía más allá del otro lado de la calle. Los cuarenta grados apenas me dejaban respirar, y tras cinco minutos mi garganta empezó a secarse como cuando te acercas mucho a una barbacoa aún humeante. Cerré la ventana y me senté en la cama ¿QUÉ ESTABA SUCEDIENDO? ¿HABÍA LLEGADO EL FUEGO A La CIUDAD?
Cogí mi cámara de fotos y recorrí parques y calles de niebla densa, el Москва parecía difuminarse en el horizonte, los parques también, todo, todo había cambiado, y todo tenía ese aspecto de tragedia postbélica, parecía que nadie se movía ya, ya no había nadie, la ciudad como una Pompeya inmensa, Moscú se asfixiaba en una nube.

viernes, 16 de julio de 2010

El día en que odié a Hans Riegel

Abrí la puerta, que me respondió con el chirrido seco de las visagras. Fui a la cocina a lavarme las manos. Cuando montaba en bus una de las cosas que más me angustiaba era agarrarme a la barra roja. No siempre, sólo a veces, cuando estaba resbaladiza, pues pensaba la cantidad de dedos, y manos que la habían tocado. No soy un sibaritas ni un tiquismiquis, pero desde el boom de la gripe porcina algunos de esos hábitos se han quedado grabados en mi subconsciente y ahora los repito de manera sistemática. Cerré el grifo y me giré. Encima del mantel a cuadros de la cocina había una barra de pan de la nueva panadería del barrio y una bolsa multicolor de ese plástico brillante con dibujos de colores chillones que te indican que el contenido lejos de ser saludable es dulce como la melaza. Me abalancé a la bolsa y miré el interior. Los colores del arcoíris aparecían representados en formas de frutas y geométricas, de osos y de aviones, que reflejaban una luz mórbida, reflejo sebáceo que olía a perfume de frutas exóticas y a frescor de colonia . Mis manos como hipnotizadas por el dulce carbohidrato se escaparon a mi control y se lanzaron al interior de la bolsa, la textura era suave, esponjosa, dulce como el algodón y resbaladiza como la miel. No podía evitar disfrutar con el sabor que al contacto inundaba paladar y los laterales de la lengua. Se pegaban en los dientes, pero eso no evitó que una tras otra fuera comiéndome todas las formas de golosina, hasta la última.

Veinte minutos y mi estómago, mis ojos, mi boca, todo mi cuerpo reaccionó al atracón de azúcares y grasas saturadas: ojos cansados, tos, boca seca de alpargata, cansancio, sopor, dolor de estómago y un sabor a náuseas que ascendía de mi esófago.

Ese fue el día en el que odié las gominolas.

jueves, 8 de julio de 2010

Saddler Street

Aquel día el cielo estaba nublado y hacía frío, las piedras húmedas de la calzada reflejaban con intensidad la poca luz que quedaba. No era tarde pero en Inglaterra a veces la oscuridad llegaba sin previo aviso. Al llegar a la estación el tren paró en seco, salimos del andén y caminamos hasta puerta principal. La estación estaba en lo más elevado de una planicie desde la que se veía el abrupto poso de valles y escarpadas colinas rociadas de bosques y de altos campanarios y tejados puntiagudos. Era una ciudad encantadora, pintoresca no a la manera de las ciudades del sur, sino con esa sobriedad y refinado sabor de las ciudades del norte. El castillo de piedra azarosa dominaba el horizonte ergido torpemente en la cima de la colina, bajo la que se extendían salpicadas las calles de casas de pétrea pizarra. En el mar del Norte ahoga sus opacas aguas el río, que parece enzarzarse en una terrible batalla de recovecos imposibles.

Cruzando Elvet Bridge me pareció revivir un cuento de caballeros y doncellas vestidas de H&M cargadas con bolsas e Marks&Spencer. La calle principal tenía una obertura en la pared, algo como una pequeña callejuela que ascendía angosta y llena de tuberías oxidadas. En un cartel pude leer "Waterstones", y trepando por esa calle fue como descubrí el café Vennels, un lugar donde las viejas del pueblo se acercaban a las 5 a tomar el té, donde el carrotcake parecía llevar carrot de verdad y donde las vistas al castillo volvían la estancia más acogedora.

Hoy he vuelto a recordar Durham mientras hundía en un vaso la última bolsita de té que compré en Saddler Street.

jueves, 4 de marzo de 2010

Beneficio sin oficio


A veces la vida me parece un engaño, una trampa para los pobres tontos que se dedican a vivirla, pues golpeados continuamente por ésta, terminan sufiriendo con la existencia no pudiendo ya distinguir ni bien ni mal, deber, placer u obligación. Desorientados buscamos en ella algo que perdido brilla oculto en varias cosas, la felicidad se esconde aparentemente en cada meta, pero es más rápida que nosotros. Y cuando parece que la alcanzamos, vuelve a desaparecer.
La vida en nuestros días se ha complicado mucho, y bajo la capa de maquillaje que esconde un estómago lleno y unos cuantos euros en el bolsillo, encontramos almas demacradas, ojos que ya se han secado de tanto llorar, y corazones que sangran día a día. Me pregunto si habrá un día en el que la Tierra sea un lugar justo para vivir y no un caramelo que hay que aprender a tomar, aprender a pelar, aprender a chupar, por qué simplemente no podemos disfrutarla sin más, como un úlimo día para vivir, o como un último momento para amar todo lo que somos, y no lo que podemos llegar a ser. ¿Por qué nos enseñan a trabajar en lugar de enseñarnos a disfrutar con lo que hacemos? Porque hoy en día lo que cuenta ya no es el oficio, tan sólo el beneficio.

martes, 16 de febrero de 2010

Algún lugar

Recuerdo aquel día, esperandote con una camisa de lino, era verano y el cesped y el cielo estaban tan secos, y de ese tono tan anaranjado, tan veraniego, el horizonte azul marino se juntaba en el cielo con el océano, y los niños reían al tirarse rodando colina abajo. Eran días tranquilos de verano. Y en el momento en el que una gaviota pasó por delante del pico del faro, una ola rompió en las rocas del muelle, y en el instante en el que la manilla de los minutos marcó las y cuatro y trentaisiete segundos, los rayos de sol alinearon nuestras siluetas, me miraste, te miré. Se oía una música de fondo, "somewhere over the rainbow", de kamakawiwo'ole, todo era perfecto.

Hoy he vuelto al lugar donde pasé la mejor tarde de mi vida. Era la misma hora y parecía el mismo sitio, pero sin embargo no había gritos de niños, ni gaviotas, la música se había apagado, y el banco estaba triste y solo. Pero corría la misma brisa, así que pensé que quizás te harías convertido en aire. Y una sonrisa se dibujó en mi rostro.

viernes, 12 de febrero de 2010

Decidí morir

La vida se convirtió en una rutina penitente que no acababa, en un montón órdenes y de obligaciones que no quería encarar, ecuaciones que no comprendía. Una mañana me levanté, en silencio la casa me devolvió la mirada, todo estaba pulcro y recogido, en silencio, la ropa planchada y doblada, y un olor a perfume lo inundaba todo, y en ese instante decidí que no quería vivir más, que el momento de morir había llegado. El agua rozó mis labios y de un trago el puñado de pastillas llegó a mi estómago. No tardé mucho en sentir cómo mis músculos se relajaban, mi visión cada vez más borrosa y mis parpados apenas resistían. Hasta que cerré los ojos.
La luz blanca lo inundaba todo, al principio tan solo eso, hasta que supe que me habían llevado a un psiquiátrico, los médicos me dijeron que me quedaba poco tiempo de vida, mi corazón no resistió la sobredosis, ¿años? ¿meses? no, sólo una semana. Pasaron los días, y me di cuenta de que en esas circunstancias no quería morir, no en tan poco tiempo, aún tenía algo pendiente, quería ver el mundo, ver un último amanecer, aún quería querer y ser querida por alguien. Me enamoré. Escapamos una mañana, con miedo y esa emoción que hacía a nuestros corazones latie más rápido, y sentíamos la adrenalina de estar más vivos que nunca. Quise aprovechar cada segundo de los días que me quedaban por delante. Y así lo hice.
Creer que iba a morir me hizo aprovechar los segundos que me quedaban y exprimir cada momento. Cada día se convirtió en un regalo.
Disfrutad de cada segundo.

¿Poquito o demasiado?


Cuando somos pequeños lo utilizamos como escusa para jugar un rato más, en realidad es eso, algo que no llegamos a comprender y que siempre estará ahí, sabemos que siempre estará. Vamos creciendo y al principio es los minutos que nos separan de salir de clase, de salir de fiesta, de ver a alguien especial, es las horas que nos quedan de estar en el instituto, de ser aún universitarios, los minutos que quedan para nuestra boda, los segundos que nos quedan para salir del trabajo y las horas que tenemos antes de levantarnos de nuevo y regresar. Se convierte en una rutina, porque en su torbellino nos encierra y nos ciega para que no nos percatemos de su valor. Los minutos de nervios antes de una gran decisión, los segundos antes de un esperado reencuentro, las amargas horas en la cama de un hospital, los longevos días antes de morir, los segundos de agonía que hoy sospecho eternos.
A veces ocurren acontecimientos en los que él tiene mucho que decir, simples coincidencias, peor si vuelves la vista atrás te darás cuenta de que tienes una vida tras de ti, tantos momentos que podrías escribir con ellos varias biblias, incluso más interesantes, tantas anécdotas, y un sinfín de cosas que sabes que has olvidado.
El tiempo nos acompaña desde siempre y por siempre, puede ser tu peor amigo o podéis aprender a llevaros bien, pues te dió la vida, y te la quitará, y tan solo de ti depende que lo aproveches o que dejes que se te escape como un puñado de arena entre las manos. Aprovechad el tiempo que se os ha dado, y hará de vosotros alguien de provecho.
Como dice mi madre " el tiempo es oro y el que lo pierde es bobo".

domingo, 17 de enero de 2010

En un frasco de cristal

De color verde tu olor inspiraba en mis noches encerrado, en ese vidrio transparente lo imaginaba tan fresco como el rocío que decantado en los pétalos amanecía en mi mente anclado tu recuerdo, que no me dejaba despertar: ¿cómo sería tu perfume? aun en sueños me acerqué a ti lentamente, y con mis dedos te cogí, tan frágil que me dió miedo el imaginar cómo te rompías en miles de afilados vértices, tras el reflejo acuoso el líquido elixir esperaba escondido ser descubierto, pero una vez que lo hiciera sabía que el hidroxilo de tu esencia te evaporaría como incienso, desaparecerías.

Quería comprobarlo.

Y entre los cristales rotos, al principio, quedó tan solo un charco de acuosa materia, y mientras te contemplaba, triste, desapareciste, poco a poco, y en efluvios ascendentes lo inundaste todo. Aspiré y me transporté a aquel lugar de mi infancia que ya casi había olvidado, verde como la hierba y azul como el mar, corría por una calle de A Coruña, angosta y gris como el cielo de aquel día, y me llevó hasta aquel frasquito de perfume reluciente, que durante años había guardado con recelo, esperando el momento para convertirlo de nuevo en aire. Ya antes lo había intentado, pero no había podido, y siempre te había tapado de nuevo. Esta vez quise liberarte para que en esencia te convirtieras de nuevo.
Para que fueras un recuerdo libre,
para que nunca más estuvieras encerrado en un frasco de cristal.

miércoles, 13 de enero de 2010

Se apagó la luz


Amplias ventanas empañadas en el vaho reflejaban las luces desde fuera garabateaban siluetas distorsionadas como bocetos de algo frío. Me ponía de los nervios. Alcé mi mano y con el guante deshice el borrón. Vi con claridad. No soportaba los cristales empañados del autobús. Me gusta ver el exterior claramente. Una de las cosas que más me sorprenden de la línea 21 es que conozco su recorrido tan perfectamente que no hace falta que mire el camino, sé cuando tengo que presionar el botón y sé cuando tengo que levantarme, para guardar el libro y salir del autobus. Aquella tarde sucedió algo extraordinario;
Acababa de darme cuenta de que en dos paradas tendría que bajarme, así que guardé mi libro y me dediqué a mirar la demás gente del autobús, como siempre. Pero no había nadie, claro, eran las 11 y llovía. La luz de la ciudad de repente desapareció, y como en una pesadilla las tinieblas envolvieron el autobús, ya no sabía si rodába o si flotaba en la penumbra, las hileras de árboles eran ahora siluetas oscuras contra el cielo de ese oscuro rojo nocturno, y los edificios parecían antiguas siluetas de castillos encantados de ciudades fantasma. Llegué a mi parada. Bajé. No había nadie, ni un ruido. Ni un maullido.
Silencio

"¿Dónde estoy?"

Tardé exactamente 7 segundos en darme cuenta de que aquel panorama tenebroso era mi calle, no había luz en las farolas, y como un tonto me quedé en medio de la vacía avenida, contento de encontrar de nuevo la noche que hacía tanto que no veía, la noche que echaba tanto de menos. La lluvia cesó, e incluso pude llegar a ver alguna estrella entre las nubes. No entiendo muy bien por qué razon esa noche algo cambió en mi modo de verlo todo,
No todo es luz, también hay oscuridad, como en ese momento. Y la felicidad no es la meta ni el camino. La meta es que nos completemos como seres, y el camino es felicidad y es la tristeza. No todo es blanco, ni negro. Las cosas son como las veas, o a veces como te dejen que las veas. Y yo en ese momento, lo veía todo negro.

Inspirado en el apagón que sumió mi barrio en la más absoluta oscuridad, a las 23:24 el 13 de Enero de 2010.

lunes, 11 de enero de 2010

Copo, copito, copón.


Cada mañana al despertarme subía la persiana, miraba durante un instante el panorama invernal de hojas en el suelo y árboles cada vez más desnudos, frío. Aquella mañana mientras sostenía con ambas manos un vaso de té algo inaudito sucedió. Del cielo empezó a caer ceniza helada, aunque no olía a fuego. Pero no era una ceniza normal, se trataba de algo frío que desaparecía cuando lo tocaba, dejando un rastro húmedo en su lugar, era la magia del frío y del calor. Era el frío en estado sólido, y pensé que ser un copo de nieve debía de ser algo triste, vives solo en un descenso apacible para desaparecer al rozar el asfalo. Qué vida tan aburrida, me dije. Al menos las gotas de agua sentían cierta emoción al caer veloces y estrellarse contra el suelo. Entonces pensé que la nieve era una version más glamurosa que la lluvia, su versión burguesa que envuelta en bisón blanco carecía de sentimientos, pero era tan bella, que inspiraba nuestros poemas, con su blancura parecía querer transmitirnos algo: que en el mundo no hay colores, solo
blanco.

lunes, 4 de enero de 2010

noche de invierno


- Llevo esperándote toda la noche
- Devuelveme la felicidad
- ¿Qué gano yo a cambio?
- Mi gratitud
- Quiero tu alma a cambio
- Prefiero ser un desalmado feliz y no vivir con esta angustia
- Entonces no vivirás



Cuando la puerta del número 12 de Hornbosteig Straat se abrió ya era de día, la suela de unos zapatos de piel se hundió en un charco que el barro había vuelto carmesí. Un abrigo de tela verde oscuro, un metro cincuenta de estatura, unos guantes de cuero negro que tapaban sus arrugadas manos, y un sombrero de ala adornado con plumas de ganso que coronaba su cabeza. A sus setentaicinco años cada mañana daba una vuelta a la manzana con su coquer de pelo largo y marrón, luego volvía a casa, alcanzaba a duras penas la estantería donde en un tarro cristalino escondía de nadie los sobrecitos de té, calentaba agua en una tetera y se sentaba a ver los días pasar, hora tras hora, segundo tras segundo. Pero ese día no iba a llegar muy lejos. Al cerrar la puerta de su casa, sintió una brisa fría en la única parte de su cuello que la bufanda no llegaba a tapar. Después sus pasos resonaron tres veces antes de que un grito desgarrara aquella mañana de invierno.
Cuando la policía la interrogó, todos los vecinos coincidieron en algo, hacía tiempo que a esa anciana se le había ido la cabeza.

sábado, 2 de enero de 2010

¡Oh! blanca navidad


Comienza el 2010, y como cada nuevo año nos afanamos en felicitarnos porque en vez de un 9 ahora escribiremos un 10, aunque sepamos que la navidad consistirá en una serie de comidas obligadas con amigos que hace mucho que no veo, y a veces prefiero ni ver, en familiares con caras largas que critican a otros no presentes y que se critican entre ellos, y en fiestas, de nuevo obligadas aunque sepamos de antemano que la mejor noche es aquella que surge de forma espontánea y sin ser planeada. También le dedicamos largas sesiones de reflexión a pensar lo estupendo o lo malo que fue este año, y lo mucho peor que será el siguiente, aunque sepamos que la naturaleza no entiende de números, que las tormentas no se toman las uvas, y que si esa nochevieja tiene que haber un temporal lo habrá, aunque tu te hayas gastado no se cuantos euros en un vestido, por que sí.
La navidad, año tras año, ha ido perdiendo todo el encanto que algún día, en mi infancia tuvo, porque creo que además de desconocer la verdadera identidad de los reyes magos, y que papá Noel era en realidad un inmigrante ilegal con barba postiza, no entendía los sutiles insultos y amenazas que mi familia se lanzaba, entre gamba y canapé, como si de un ritual navideño más se tratara, cada 31 de Diciembre a las doce menos cuarto, justo antes de que una rubia operada, pagada por la tele pública, se comiera doce uvas y brindara con champán del francés embutida en un trozo de tela cosido por un tal Armani.

jueves, 1 de octubre de 2009

New York City


Como picas elevadas contra el cielo, clavadas en un telón azul eléctrico manchado de nubes grises rasgan el cielo de antenas oxidadas. Amasijos de ladrillo y vidrio metálico se yerguen de paredes verticales que no son sino una perpendicular al horizonte infinito y prolongado de las calles. Cada noche te coinvertías en un parpadeo eléctrico sobre un telón ahora negro, y algunas sombras se dejaban ver, perdidas y borrachas vagando entre la séptima y la octava, para que al final la luz de la mañana revelara el bullicioso caos que escondes en tus entrañas. Y en el centro de todo la naturaleza encuentra su refugio fuera del hormigón ardiente y de las columnas de humo que se apresuran hacia el cielo. Del asfalto trepa el vapor aprisionado en el subsuelo, calor, taxis amarillos y más luces. Sigo caminando y ante mí se eleva el altar del capitalismo en forma de color y parpadeos eléctricos, postes publicitarios que se mueven sin cesar. En ese altar se permite todo pagando, y todos pretenden estar en él, en el cruce del horror donde las venas de Nueva York se cortan en forma de plaza, es el corazón palpitante de occidente, convertido en números y finanzas. Y es al llegar a este punto cuando te das cuenta de que no eres más que un código de barras, que tu condición de humano aquí no sirve de nada, no eres único, eres uno más vestido por ellos, alimentado por ellos, y cuantos más seamos mayor será la cifra que manejan. Al llegar a Times Square se abrieron mis ojos, contra los escaparates una multitud alborotada se apretaba y en las cajas colas infinitas de gente haciendo turno. Al llegar a Times Square mis ojos se abrieron al darse cuenta de la verdad. Habían estado cerrados mucho tiempo.

viernes, 17 de julio de 2009

Vuelta a Ciudad Soledad


Vuelves a la ciudad a limpiar todo lo que el tiempo ha olvidado, que cubierto de polvo ha envejecido, amistades, lugares, gente, momentos escondidos en segundos, minutos y días de ausencia, y ahora, vuelvo y creo que ya no soy de aquí, ni de allí, que estoy en medio de un montón de gente que ya se ha olvidado de mi hace tiempo, aunque yo nunca los haya olvidado. Porque es fácil acostumbrarse a las cosas, a los cambios, y tacharé de cínicos a los que digan que el tiempo no olvida, pasa para todos, y todos caemos en ese torbellino que nos arrastra hacia quien sabe qué. Todos, todos hemos cambiado tanto. Donde quedan aquellas despedidas, aquel “nos veremos en un año y todo será igual”, aquellas promesas y aquella pena que durante meses nos acompañó, y quizá sea este el mejor momento para empezar de nuevo, pero al fin y al cabo siempre ha sido así, es la misma historia repetida una y otra vez, y me pregunto ¿empezar a qué?

lunes, 2 de febrero de 2009

Encanto

Y cada mañana al salir el sol el encanto desaparecía y te convertías de nuevo en un ser frío e inerte como la piedra, inservible, y con un semblante férreo tu mirada dirigida al suelo, y parecía ausente, y de no haberte visto noches antes despierta ni siquiera me percataría de tu presencia. De pie parecías esperar a que el manto de la noche volviera a cubrir el cielo y que así el encanto desapareciese. Mirándote todo el día fijamente, abstraído el cielo comenzó a teñirse de un azul marino y violeta cada vez más oscuro, y cuando se ocultó en el horizonte contemplé lo más raro que jamás había visto.

Cuando ya parecía que la oscuridad de la noche iba invadirnos empezaste a parpadear, como la luz eléctrica de una bombilla pendida del techo, tu brillo guiñaba cada vez más rápido hasta que el tintineo desapareció y la luz surgió. Despertaste. Parecías estar rodeada de un aura mágica, y todo lo que a ti se acercaba se convertía en sombras diabólicas que de los pies a la cabeza, deformes, te seguían y a veces te adelantaban. Aún despierta eras un ser solitario, tan solo el viento te mecía cuando soplaba fuerte. Debías de estar helada. Te observaba desde mi ventana, y en la fría calle, clavada en el suelo, pensé que eras un ser único, algo mágico e inexplicable, así que decidí bajar para verte más de cerca, incluso pensé en tocarte.

Llegué al último peldaño y pisé el asfalto negruzco lleno de charcos. Continué caminando hasta que detrás de la esquina parecía reflejarse una luz en el suelo, sabía que eras tú, no tenía miedo, sólo curiosidad, necesitaba observarte más de cerca para saber que eras real. Mi corazón latía cada vez más fuerte, al fin sabría cómo eras, sabría si estabas vestida o desnuda, descubriría el auténtico color de tu tez, y si eras real o un sueño. Di un paso y la luz iluminó mis pies, y al darle la vuelta a la esquina mis ojos se abrieron al verte tan de cerca, y la tu luz se reflejó en mis pupilas empapadas de lágrimas de emoción, pues no estabas sola. Corrí por en medio de la carretera y me detuve frente a ti, pero ya no sabía cuál de ellas eras, porque todas erais iguales, cientos de farolas alumbrabais la calle aquella noche. Y en aquella línea mágica de luces tan sólo eras un punto más, como una estrella encerrada en una lata.